¿Para qué insistió Cristina Kirchner con la aprobación tardía del pliego de la camarista Ana María Figueroa, jubilada por orden de la Corte Suprema de Justicia por haber alcanzado la edad de retiro y no contar para esa fecha con el acuerdo del Senado? Para seguir enfrentándose al máximo tribunal, a quien sindica como la cabeza no de uno de los poderes del Estado sino de la supuesta conspiración para perseguirla.
Lo de ayer fue, en algún punto, un capítulo más del mamarracho de juicio político que se está desarrollando en la Cámara de Diputados contra los integrantes de la Corte, con testimonios de militantes kirchneristas y la metodología de ataque a cualquier testigo que diga algo que no le gusta a la junta inquisidora que responde a la vicepresidenta. Tiene destino de nada, más allá del show y del intento de esmerilamiento de la credibilidad de los cuatro miembros actuales.
Aquella pelea Cristina-Corte tuvo otro hito cuando se re-configuró el Consejo de la Magistratura (el órgano que evalúa el comportamiento de los jueces y selecciona los candidatos a serlo) de acuerdo a la lógica del Poder Judicial y no del oficialismo político, que quería esculpir una institución estratégica bajo su propio criterio de conveniencia. La vice fue derrotada allí.
Si bien el objeto de odio es todo el cuerpo, el adversario tiene la cara de Horacio Rosatti, que preside la Corte y también el Consejo de la Magistratura. Rosatti -ex ministro de Justicia de Néstor Kirchner- es el motor que llevó a la Corte, muy tardíamente y luego de años de funcionamiento soporífero o connivente con el poder, a trabajar de lo que debe: velar por el cumplimiento de la Constitución nacional.
Con la aprobación por parte del Senado del pliego de Figueroa, quien para la Justicia es ya una exjueza en trámite jubilatorio, quedó planteado un conflicto de poderes. Es el primer objetivo que buscaba Cristina, mostrando que en su terreno aún conserva influencia. El segundo es teñir de sospechas cualquier cosa que decida la Sala I de la Cámara de Casación, la que integraba Figueroa y en la que ahora han quedado solamente los magistrados Diego Barroetaveña y Daniel Petrone, con fama de probos e independientes en el mundillo judicial.
A principios de este mes, la Corte Suprema ordenó que Figueroa dejara su cargo en Casación por haber alcanzado la edad jubilatoria que establece la Constitución (el 9 de agosto cumplió 75 años) y no contar con un acuerdo del Senado que le hubiera permitido quedarse cinco años más. La jueza no quería irse. Cristina intentó dos veces tratar el pliego de Figueroa, que estaba en la Cámara alta, pero no logró reunir el quórum para sesionar antes de que llegara a la fecha límite.
Una vez apartada Figueroa, Barroetaveña y Petrone revocaron los sobreseimientos medio vergonzosos de la vicepresidenta que habían dictado tribunales inferiores, sin siquiera hacer lo juicios correspondientes, en la causa Hotesur-Los Sauces y Pacto con Irán. Figueroa venía taponando el desenlace. Su voto, que redactó antes de irse, no fue incorporado al fallo. No hizo falta. Igual, probablemente hubiera sido 2 a 1. Ahora los vericuetos de esos dos expedientes, con pruebas reunidas en la etapa de instrucción, deberán ventilarse en un juicio oral y público de los que Cristina puede salir absuelta o condenada.
El kirchnerismo parlamentario apeló ayer básicamente a dos argumentos para explicar porqué avanzaban sobre la obstinación de Cristina con Figueroa: que es prerrogativa del Senado nombrar a los jueces, una obviedad que aquí no está en discusión; y que el pase a retiro de la magistrada se debió a una movida de la “mesa judicial” del macrismo, esa entelequia que según esa visión fue creada para perseguir al peronismo en general y a la vice en particular. Que, de haber existido, en todo caso tendría razón de ser en el gobierno anterior, no en éste que fue parido por la propia Cristina. Fulbito para la tribuna.
Cristina, titiritera de los bloques que le responden -y, evidentemente, de legisladores que antes no le había facilitado el quórum y ayer sí- no estuvo en el momento crucial. El empate en el recinto debió ser saldado por la vicepresidenta provisional del Senado, Claudia Abdala, una delegada con los niveles de fidelidad tan ciega como los de un Oscar Parrilli.
¿Y ahora cómo sigue la cosa? La oposición ya habla de una “jueza trucha”, un mote con destino de muletilla inevitable. ¿Debería jurar de nuevo Figueroa? ¿ Intentará ir a su ex oficina? La pelota parece estar ahora, una vez más, del lado de la Corte Suprema. Final abierto.
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